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La trampa de la educación de calidad
Javier Martínez Aldanondo,
Gerente de Gestión del Conocimiento de Catenaria
jmartinez@catenaria.cl

 

El 31 de julio, el diario El País publicó un artículo firmado por el último premio nobel de literatura, Mario Vargas Llosa, titulado Más información, menos conocimiento. No comparto algunas de sus afirmaciones (creo que el cerebro humano está diseñado para tareas más elevadas que acumular información) pero el artículo, sin proponérselo, refleja el estado de la educación en la inmensa mayoría de países: el sistema educativo dedica casi todos sus esfuerzos a entregar a los alumnos información del pasado con el objetivo de que “sepan muchas cosas” en lugar de preocuparse por garantizarles la adquisición de conocimiento que necesitarán en el futuro o, es decir, que sean capaces de “hacer muchas cosas”. Y claro, confundir información (que es la experiencia ajena) con conocimiento (que es la experiencia propia) es un error gravísimo. Desde hace varios años, algunas de las principales universidades de EEUU como el MIT, Stanford o Yale ofrecen acceso gratuito a través de la web a la mayoría de los cursos que imparten. ¿Acción caritativa? Lo que están regalando no tiene un gran valor, es solo información. Es obvio que lo que se pretende enseñar en esos cursos sólo se puede aprender haciéndolo y no viéndolo como un simple espectador.

Chile se encuentra en estado de ebullición social al igual que ocurre con España. Lo que ha originado tanta convulsión es el conflicto desatado por el movimiento estudiantil ante la lastimosa situación de la educación. Las protestas han provocado ya el cambio del ministro de educación y tienen al gobierno y a la opinión pública atónitos sin saber cómo actuar. De forma resumida, son dos las grandes reivindicaciones de los estudiantes:
La primera es que la educación es cara (inequidad) y la segunda es que además, es mala (calidad). Sobre el primer aspecto, todo el mundo parece tener algo que decir, lo que conduce a que se sucedan las propuestas y contrapropuestas por parte del gobierno, estudiantes, oposición, partidos políticos y como no, opinólogos de turno, sobre temas como el lucro, la gratuidad, el financiamiento o la municipalización. Sin embargo, nadie se pronuncia sobre la calidad. Son multitud los que categóricamente, y con gran ligereza, no dudan en tildar la educación como mala pero acto seguido son incapaces de justificar su juicio. En 3 meses, no he leído un sólo argumento de por qué la educación es mala y, menos aún, qué hay que hacer para mejorarla. La razón es bien simple, quienes participan de esta discusión no tienen idea de cómo abordar el presunto problema de calidad porque en primer lugar, no saben cómo aprenden las personas. Hasta el momento, el único acuerdo consiste en reformar la constitución para incluir el derecho a una educación de calidad, como si ese formalismo fuese a cambiar milagrosamente algo. Si las peticiones de los estudiantes prosperan, en un tiempo más tendremos educación barata (o gratuita) pero igualmente mala. No parece un gran avance.

1. La educación es cara. Determinar por qué la educación es cara resulta sencillo ya que existen abundantes datos objetivos que lo confirman. Chile es el país de la OCDE con mayor desigualdad en la distribución de la riqueza. El 15% de la población acumula un 51% de los ingresos y el 10% de los hogares más ricos posee un ingreso per capita 78 veces superior al del 10% más pobre. El sueldo promedio mensual de un hogar en Chile ronda los 1.300 dólares, mientras el coste mensual promedio de estudiar una carrera universitaria ronda los 500 dólares. Esta aterradora realidad confirma que para poder estudiar en la universidad,  un gran porcentaje de chilenos debe endeudarse solicitando un crédito bancario y permanece prisionero de esta obligación hasta 15 años después de graduarse. Estudiar una carrera en Chile es 19 veces más caro que en Francia y 4 veces más caro que en España. Datos verdaderamente escalofriantes para un país con declaradas aspiraciones a incorporarse en las próximas décadas al grupo de las naciones desarrolladas. Resulta entre vergonzoso e inexplicable que la educación sea considerada, ya desde el gobierno de Pinochet, como un bien de consumo (o más bien, un artículo de lujo que propicia un negocio muy rentable mientras condena a millones de ciudadanos a vivir al límite para llegar a final de mes) en lugar de ser considerado un bien de primera necesidad que el estado provee a sus ciudadanos precisamente para impulsar su progreso y contar con el mejor capital humano posible para acometer ese ansiado salto al primer mundo. Un par de ejemplos que muestran como la educación en Chile propicia el clasismo y la segregación social:
a. Los colegios privados realizan un exigente proceso de selección de alumnos mediante exámenes de ingreso a niños de 5 años (y también a sus padres), evitando que ingresen aquellas familias que pueden poner en riesgo el promedio de notas del colegio (ya que el precio que cobra se define en un “mercado” determinado por las notas que estos son capaces de garantizar a sus alumnos como paso previo a escoger universidad). Jamás en EEUU, Inglaterra o España observé un proceso de selección de esta naturaleza para estudiar en ningún colegio pero en Chile nadie se escandaliza. Tampoco cuando los medios de comunicación publican en sus portadas la lista de los alumnos con las mejores notas (que son recibidos por el presidente) y menos aún los rankings de los mejores colegios en función de las notas de sus estudiantes como “oportunamente” ocurrió la semana pasada demostrando una vez más su absoluta ignorancia sobre lo que significa la educación
b. En Chile, cuando alguien entrega su curriculum, resalta y exhibe el nombre del colegio en qué estudió. ¿Por qué a alguien debiese importarle en qué colegio o incluso en qué universidad estudiaste? En Chile es sinónimo de status, de pertenencia a una determinada casta. Por último, admiren esta perla contenida en la editorial de uno de los principales diarios: “tiene valor para la sociedad que el acceso a la educación superior sea visto como algo que requiere esfuerzo y supone sacrificios, una noción que se contrapone a la exigencia de gratuidad manifestada por algunos sectores”. Error imperdonable pero además dañino. El sacrificio no puede estar en el acceso sino en la salida. El objetivo no puede ser impedir la entrada (perpetuando la segregación) porque con la misma lógica, podemos dificultar también que los vagabundos, minusválidos o mayores de 65 años puedan votar. Al contrario, se trata de que estudie el que quiera. El objetivo es ponerlo difícil para “egresar” de forma que te tengas que esforzar para demostrar que aprendiste y poder salir al mercado en condiciones de ser útil a la sociedad, algo que hoy está lejos de ocurrir.
Nunca se podrá agradecer lo suficiente  a los jóvenes que se hayan atrevido a denunciar esta situación aberrante, indigna de un país moderno y lo más grave de todo, dejando en evidencia a una desprestigiada clase política que, con independencia del partido al que pertenezcan, durante 30 años ha sido incapaz de modificar una situación inmoral. Han tenido que ser unos estudiantes impetuosos, que ni siquiera cuentan con experiencia laboral ni título alguno, quienes provoquen este cambio. Pero ¡ojo!, resolver el problema de la equidad es necesario y urgente pero en absoluto suficiente porque el asunto de la calidad no se resuelve fuera del aula y nadie está aportando una sola propuesta para mejorarla. Te pueden invitar a comer a un restaurant y luego regalarte la entrada al cine pero mientras la comida sea una bazofia y la película sea aburrida, es dinero y tiempo perdido. Personalmente, prefiero un buen producto aunque cueste algo de dinero frente a un mal producto aunque sea regalado.

2. La educación es mala (que sin duda lo es). He preguntado a varios expertos relacionados con la educación (en el ministerio, la universidad y otras organizaciones) cuáles son los criterios para determinar la calidad de la educación. Nadie parece poder argumentar objetivamente cómo establecer cuando una universidad entrega educación de calidad y otra no, quedando todo sujeto a opiniones y percepciones. ¿Tendrá que ver con la cantidad de profesores con doctorado que tiene la institución? ¿Con el ratio de alumnos por profesor? ¿Con las instalaciones con que cuenta, como metros cuadrados de biblioteca o laboratorio o computadores por alumno? ¿Con el número de papers que publican sus académicos o las patentes que registran? ¿Guardan esos elementos alguna relación con el conocimiento que supuestamente adquieren sus alumnos? La única respuesta que he obtenido sostiene que la educación es mala porque cuando se analizan los estándares internacionales como la evaluación PISA, Chile aparece muy retrasado en los rankings, concretamente en la posición 44 de 65 países. Se puede deducir por lo tanto que para tener una educación de calidad, un camino evidente debiese ser hacer todo tipo de esfuerzos por escalar posiciones en esos rankings. ¿Y de qué podrá depender ese bajo rendimiento que exhiben los estudiantes chilenos? Generalmente se ofrecen 2 respuestas para justificarlo:

  • Los alumnos no estudian lo suficiente o lo que es lo mismo, si los alumnos tienen un mejor desempeño en futuros tests, las notas mejorarán, Chile remontará posiciones y podremos concluir que estaremos mejorando la calidad de la educación. No son pocos quienes respaldan esta opinión criticando el compromiso de los alumnos cuando no tildándolos directamente de vagos. Vean  esta otra perla “No nos engañemos, nuestros jóvenes la quieren gratis y también fácil, ya que distan de ser ejemplo de sacrificio y dedicación a los estudios. Como sea la enseñanza, siempre se puede sacar más provecho de ella estudiando más” ¿Por qué será que para los jóvenes, estudiar no se encuentra entre sus prioridades? ¿Acaso éramos nosotros diferentes décadas atrás? ¿Es posible apasionarse con lo que propone el sistema educativo? Desde siempre, un alumno asiste a un aula porque debe (necesita un título) no porque quiera.
  • Los profesores no conocen bien sus materias y no están en el nivel deseable. La solución entonces es clara, presionar por todos los medios para que tengamos profesores que dominen sus materias. Antes de recorrer este  otro camino, hace falta es tener claridad sobre qué entendemos por un buen profesor. El mejor profesor no es el que más sabe (y más postgrados acumula) sino el que mejor logra que sus alumnos aprendan y sobre todo, se apasionen por aprender. Universidades y colegios están repletos de profesores que saben mucho de sus especialidades pero no tienen la menor idea de cómo lograr que sus alumnos aprendan (de otro modo, no enseñarían de la manera que lo hacen). Esto ocurre porque durante su proceso de aprendizaje, todo el énfasis estuvo puesto en que “supiesen mucho de su ámbito” pero nadie se preocupó nunca de enseñarles cómo se aprende. Nadie en su sano juicio podría oponerse a tener mejores profesores pero, en el contexto de un modelo que les obliga a enseñar cosas inútiles, a hacerlo de manera ineficiente y a obsesionarse con que a sus alumnos les vaya bien en los exámenes, es igual que obstinarse con que sean cada día mejores “barriendo un camino de tierra”. No tiene ningún sentido.

No son pocos quienes, con añoranza, creen que tenemos peor educación que hace 40 años, peor materia prima (jóvenes menos capacitados, poco esforzados) y desde luego, peores profesores.
¿Crees que tuviste acceso a una mejor educación que tus padres y estos a su vez que los suyos? Pues entonces, estate seguro que tus hijos disfrutan hoy de una mejor educación que la que tuviste y sus profesores están mucho mejor preparados que los que tuyos. No hay duda alguna de que, aun con problemas muy profundos, tenemos la mejor educación de la historia. Nunca hemos tenido jóvenes con más talento. Indiscutiblemente hay profesores buenos, regulares y malos (igual que pasa con los abogados, médicos, ingenieros o periodistas) pero también es justo reconocer que no cuentan con ninguna facilidad para ejercer adecuadamente su profesión.

¿Se imaginan que para determinar la calidad de los restaurants de una ciudad, el criterio fuese hacer un test a los cocineros para verificar cuanto saben sobre recetas, alimentos y platos? Sería ridículo. ¿Alguien cree seriamente que es posible medir la educación con números? ¿Qué la calidad la determinan los resultados de tests, notas y rankings? En ese caso, la primera conclusión es que la inmensa mayoría de los adultos no fuimos educados como confirma esta mini encuesta de hace unos meses para indagar cuanto reconocemos que aprendimos en la universidad. Por suerte, no existe correlación alguna entre estudiar muchas cosas o sacar buenas notas con estar preparado para enfrentar exitosamente la vida. Los tests solo miden la capacidad de memorizar y son por tanto irrelevantes (a ningún país se le ocurriría entregar el carnet de conducir por el hecho de superar únicamente el examen teórico). Si los números no son un buen criterio para evaluar la calidad de la educación, entonces, ¿cómo se determina? Lo primero es consensuar algunos puntos:
¿Qué es educación? Son todas las experiencias que aprendes a lo largo de tu vida y que eres capaz de recordar ya que si, cuando lo necesitas, no lo recuerdas, simplemente no fuiste educado sino informado. El aprendizaje es experiencia, todo lo demás es información
¿Por qué educamos a los jóvenes? Al contrario que el resto de animales, los seres humanos necesitan varios años de acompañamiento antes de valerse por sí mismos. En tiempos antiguos, el hombre resolvió ese dilema copiando el proceso natural (con el modelo del aprendiz y un rol destacado por parte de ancianos de la tribu) pero al incrementarse las exigencias, se inventó la educación formal (colegio y universidad), un concepto artificial y antinatural basado en una serie de pilares que han resistido incólumes el paso del tiempo y siguen plenamente vigentes: Títulos, asignaturas, horarios, aulas, profesores, cursos, exámenes, notas, etc.
¿Qué objetivo tiene la educación? Preparar a los jóvenes para la vida que les espera y no estudiar y acumular información desligada de la realidad. ¿En qué se parece la vida a lo que sucede en un aula?
¿Qué promesa hace entonces la educación? Garantizar a todo alumno que cuando finalice el proceso, contará con un conjunto de herramientas que le permitirá desenvolverse de forma autónoma y con criterio propio en el mundo que le rodea.
¿Cumple la educación con la promesa que hace?  Depende de lo que consideremos que es importante saber para desenvolverse adecuadamente en la vida y cómo la educación te prepara para ello. Sorprende que no exista ni siquiera debate al respecto. Pero cuando se consulta al ciudadano común, los resultados son coincidentes y demoledores. Nadie menciona trigonometría, química o historia sino que unánimemente aparecen habilidades esenciales como razonar, comunicarse, trabajar colaborativamente, reflexionar, manejarse a sí mismo, creatividad, o emprendimiento. Debiese horrorizarnos que los curriculums escolares o universitarios no  recojan nada de lo que consideramos prioritario para vivir y trabajar. Todo parecido entre las asignaturas que estudiamos y lo que te espera en tu vida adulta es pura coincidencia. Todo empleador sabe que tendrá que invertir entre 1 y 2 años en re-educar a cualquier licenciado recién contratado antes de que comience a ser productivo porque nunca aprendió cosas útiles que justifiquen su sueldo. La promesa, por tanto, se incumple groseramente y sin consecuencias aparentes. Seguimos enseñando obstinadamente lo mismo sabiendo que además de no aplicarlo jamás, lo olvidamos. Los escolares finalizan los 12 años de escolaridad con su capacidad de aprender atrofiada mientras que la universidad en lugar de prepararte para trabajar, te educa para ser académico, algo que los propios estudiantes denuncian cuando se dan cuenta de las enormes dificultades que tienen para encontrar trabajo ya que es muy poco lo que son capaces de aportar a una empresa.
¿Cuál es la mejor manera de aprender? No es ninguna sorpresa que aprendemos de la experiencia aunque las aulas nunca fueron diseñadas para experimentar. Es indiscutible que si la mejor manera de aprender es haciendo, entonces todo el proceso de aprendizaje de niños, jóvenes y adultos debe ser practicando y no escuchando o leyendo. Para ello necesitamos una reforma profunda del curriculum y de las metodologías de aprendizaje.
¿Quién puede juzgar la calidad de la educación? No existe institución educativa alguna en el mundo que no considere que ofrece educación de calidad. La educación es el único ámbito donde quien evalúa la calidad del servicio no es quien lo recibe sino el mismo que lo entrega, lo que resulta poco creíble y sobre todo, poco serio. Para evaluar la calidad de la educación, hay que comprobar cuan bien cumple con los objetivos que promete, lo que implica verificar que los alumnos saben hacer cosas útiles cuando terminan y eso no lo pueden hacer quienes la imparten sino quienes la reciben: los estudiantes que siguieron el proceso, sus padres que lo financiaron y  las empresas que los emplean.
¿Qué se le puede pedir a la educación? Que te coloque en “modo aprender” para toda la vida y te ayude a encontrar tu causa, tu vocación, que te ofrezca oportunidades para desarrollar tus talentos hasta que encuentres lo que te pueda interesar o entusiasmar. Para ello, debe ser una experiencia permanente, un continuo bombardeo de estímulos, desafíos y situaciones variadas para que compruebes en qué destacas, que cosas no van contigo y logres encontrar tu pasión. “Un futbolista solo rinde al máximo cuando se divierte” Johan Cruyff. La educación no puede seguir siendo un montón de asignaturas desconectadas entre si y sin relación con lo que te espera en el futuro.

La incapacidad de los distintos actores para ofrecer propuestas que mejoren la calidad de la educación es lógica. Están convencidos de que el proceso es correcto y lo que fallan son los resultados ya que no han conocido otro modelo que el que tenemos, que insiste machaconamente en que hay que estudiar (aunque sean cosas absurdas que nunca recordarás ni usarás) y sacar buenas notas. La educación responde a una concepción pueril del mundo que considera que todos somos iguales, viviremos vidas idénticas y por eso debemos aprender lo mismo y de la misma manera. Vivimos en la era de la innovación pero ni siquiera ha existido la oportunidad de plantear un modelo distinto, de darle una oportunidad y analizar qué resultados obtiene. Si de verdad nos preocupa la calidad de la educación, hay que meterse dentro del aula porque el resto son sólo detalles secundarios. No influirá que haya lucro o no, que sea gratuita, que haya una superintendencia que fiscalice o que haya mejores profesores. Mientras sigamos enseñando lo que enseñamos y de la forma que lo enseñamos, seguiremos persiguiendo molinos de viento. La educación seguirá insistiendo en entregar información en lugar de conocimiento.
Hoy muchos padres chilenos están preocupados ante la posibilidad de que sus hijos pierdan el año académico. ¿Tienen importancia las asignaturas perdidas este año para la vida futura de sus hijos? Ninguna. Al contrario, debiesen concentrarse en aprovechar lo que pueden aprender mientras tienen que organizarse durante las movilizaciones y tomas, al estudiar los planteamientos del gobierno, rebatirlos y presentar sus propias propuestas, discutir sobre los episodios de violencia, etc.
Lo que debería estar en juego es si seguimos educando a nuestros hijos para que memoricen y repitan las cosas que les obligamos o los educamos para que tengan un pensamiento libre. Lo que está pasando en el mundo es una señal evidente de que el sistema actual, donde todo se convierte en mercancía comprable, vendible y medible en dinero y donde educamos para competir y ganar al precio que sea, está agotado. Como sabiamente me repetían mis padres, “no es más feliz quien más tiene, sino quien menos necesita”. La educación consiste en abrir los ojos y nuestros jóvenes, a quienes no podemos pedir que solucionen el problema de la calidad porque no tienen conocimientos para ello, nos han dado una importante lección.

Durante septiembre, participaremos en las “Jornadas de Actualización Empresaria” en Buenos Aires el martes 13 e impartiremos la tercera edición del curso “Fundamentos y Herramientas de la Gestión del Conocimiento” en la Pontificia Universidad Católica de Chile en Santiago.


 
 
 

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